El 5 de agosto de 1994, en La Habana, ocurrieron las
protestas que pasaron a la historia con el nombre de El Maleconazo: cientos de
manifestantes se lanzaron a la calle en el extremo norte del malecón habanero rompiendo
vitrinas y gritando consignas en contra del gobierno.
Yo estaba ahí: no en Cuba, no en La Habana, sino justo en el
malecón, frente al vetusto Hotel Deauville. Hacía una semana había llegado a
la isla para iniciar mis estudios de música y esa tarde paseaba, desprevenido y
acalorado, con mi amiga Natalia Valencia.
Recuerdo de forma vívida algunas escenas de ese episodio.
La primera de ellas, el estupor de Natalia y de muchos de
los observadores casuales. La segunda, mi tranquilidad: yo venía de la Colombia
incendiada por la guerra contra el narcotráfico y la visión de unos cuantos
hombres descamisados y con palos se me hizo más pintoresca que temible.
La tercera se me grabó como un tatuaje. Los policías, también desconcertados, tanto repartían porrazos
como llamaban a la calma. Algunos de ellos, rodeados por una multitud más de
curiosos que de actores, conducían esposados por la calle Galiano a varios de
los protestantes, ciertamente no de forma delicada. Todo un caos tropical de
gritos y alharaca que se resolvió de forma casi mágica cuando El Comandante, a bordo
de un sencillo campero militar, arribó justo al centro del despelote. De forma
instantánea, a la llegada de Fidel, la gente comenzó a gritar vivas y a sacar
banderas cubanas a los balcones.
No pude haber tenido un mejor bautizo habanero.
El resto de mis años en Cuba y el resto de mis años, luego
del regreso, han servido para elaborar mi único concepto sobre la isla: que no
se puede tener un concepto único sobre la isla y sobre lo que allí ocurre.
He visto en Cuba ejemplos de solidaridad profunda, de
respeto por el otro y de construcción de una sociedad equitativa, que no he
visto en ningún otro lugar del mundo; todos ellos atribuibles -sin asomo de duda-
a la ética que sembró la Revolución de Castro y de sus compañeros.
Y he visto, también, arbitrariedades imperdonables
(doblemente imperdonables para un gobierno que se autodenomina popular),
atropellos a los más elementales derechos de las personas y dolorosas muestras
de la obsolescencia de un sistema que llegó a encarnar la más hermosa de las
utopías renovadoras.
Tal vez la más imperdonable de las ligerezas a la hora de
revisar la figura de Fidel Castro sea la de acogerse a las posturas extremas.
Que los miembros de las familias separadas por el régimen
odien a Fidel, se entiende y se respeta. Que aquellos acogidos por Cuba y
salvados de la muerte por las persecuciones políticas en sus países lo amen, también
se entiende y se respeta. Pero las lecturas pasionales no son necesariamente
válidas por el hecho de originarse en motivos válidos.
Al acercarse a un personaje como Fidel Castro, solo se puede
considerar seria una lectura que sea ponderada. De lo contrario, cualquier
análisis no superará el de las señoras adineradas de Medellín que, al llegar de
un viaje de cuatro días a Cuba, se llevan la mano al corazón para denunciar
compungidas "tanta pobreza": esa pobreza
que los cientos de miles de pobres de su ciudad elegirían sin pensarlo dos
veces a cambio de la insultante miseria a la que se ven sometidos a diario -y que
a las señoras, obviamente, no las compunge-.
Los comentarios que celebran la muerte del asesino más grande de América o del criminal más rico de Cuba: letricas
pasionales. Los panegíricos que exaltan el espíritu del héroe que salvó la
dignidad de América: letricas pasionales.
Pretender emitir un juicio sobre Fidel desconociendo los
logros de su Revolución, las cuotas de equidad alcanzadas por ella o las cimas
de humanismo a las que llegó, es renunciar a la seriedad del análisis. Intentar
un retrato del mayor de los Castro pasando por alto sus abusos o sus atropellos
es caer en un fango argumental indefendible. Desafortunadamente, para librarse
de ambos extremos enfermizos se requiere el ejercicio de un deporte en franco
desuso: la lectura profunda -y sobre todo crítica- de la historia.
Tengo mi concepto sobre Fidel. Uno que incluye cuotas de
admiración y de repulsión. Uno que, intuyo, continuaré moldeando a la luz de
los meses venideros y a partir de las conversaciones -siempre felices- con mis
tantos y tan diversos amigos cubanos. Son ellos, al fin de cuentas, los
llamados a dar las últimas palabras sobre el tema.
Me queda claro, eso sí, que con la muerte de Fidel Castro
ha desaparecido el último vestigio del siglo XX como lo conocimos. Y que el
nuevo siglo no pinta mejor que el anterior.
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Imagen tomada de: http://www.pbs.org/program/fidel-castro-tapes/