martes, agosto 28, 2018

La Cofradía de la Palabra o el optimismo renovado.



Uno, a veces, se pregunta si los padres tenían la razón cuando vociferaban aquello de que todo tiempo pasado fue mejor.

Uno, como amante de la palabra, parece que tiene ante sí un panorama terrible. Un breve paso por las redes sociales, por la radio, por la programación de las salas de cine o por los conciertos masivos parecería, a primera vista, devastador. A casi nadie parece interesarle el cultivo de la palabra, a muy pocos parece cautivarlos la poesía y a la mayoría de las personas parece moverlos mucho el ritmo y conmoverlos muy poco el texto.

Sin embargo, uno abre una convocatoria virtual llamada LA COFRADÍA DE LA PALABRA sin dar otros detalles diferentes a que se trata de un espacio para conversar sobre el texto y la palabra, y, de inmediato, decenas de personas se suman entusiastas.

¿Qué es la vaina? ¿Entonces sí o entonces no?

Desde siempre, y para hablar solo de la canción, han existido, por ejemplo, canciones para hacer bailar y canciones para hacer pensar. ¿O es que a quienes andamos diciendo que la música de los 80 sí era música ya se nos olvidó que nos sacudíamos al son de Sopa de caracol y La lambada que no eran, precisamente, ejemplos de ensayos filosóficos?

Hoy existe menos espacio en los medios de comunicación masivo para las creaciones musicales centradas en el texto. Eso es evidente. Pero el problema, entonces, no radica en el público (¡que ya no escucha buena música!) ni en los creadores (¡que ya no hacen buena música!) sino en la ausencia de pluralidad en la oferta de los medios masivos. Por eso mismo, benditos sean una y mil veces los nuevos medios y las redes sociales.

Uno piensa que la diversidad debe resguardarse como un tesoro invaluable y que somos más ricos en tanto más expresiones culturales cultivemos. Uno cree que es importante el reguetón para que lo baile quien lo desee, como es importante la balada o el canto lírico o la canción de autor para que lo disfrute quien a bien tenga cuando le venga en gana.

Por eso, cuando se abre LA COFRADÍA DE LA PALABRA, se convoca su primera reunión virtual para conversar sobre el centenario soneto italiano y el Facebook live se llena de jóvenes interesados en el tema, uno entiende que la palabra no solo sigue viva, sino que está más viva que nunca. Y uno siente que tiene todo el derecho a reventarse de optimismo.

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martes, junio 26, 2018

Carta abierta a Don Señor (el nuevo dueño de los ladrillos de El Teatrico)



Medellín, junio 26 de 2018

Respetado Don Señor.

Me dicen las redes y algunos medios que su nombre es Rubén Darío Arbeláez y otros que uno de sus negocios es la explotación y venta de madera; de hecho, mencionan algunos negocios más como suyos, pero en vista de que no puedo reconfirmar ni lo último ni lo primero, prefiero llamarlo con el nombre genérico que mi abuelo utilizaba.

Como vecino del barrio Laureles, lo felicito, Don Señor. Acaba usted de sumar a sus propiedades uno de los tesoros más valiosos de nuestra comunidad: el local en el que funcionaba El Teatrico. ¡Viera usted las cosas tan hermosas que ese lugar le trajo a nuestro barrio! Pudimos ver montones de espectáculos nacionales e internacionales, conocimos artistas que solo se veían en la televisión o el cine ¿Le suenan nombres como Julián Arango, Edgar Román, César Mora, Kepa Amuchastegui o Maria Cecilia Botero? — y, sobre todo, tuvimos por varios años un lugar para encontrarnos.

Usted no se imagina, Don Señor, lo difícil que es lograr que una empresa cultural sea rentable y autosostenible en esta ciudad. ¡Y El Teatrico consiguió serlo en este tiempo! ¡Y dejar ganancias! Eso es casi un milagro que se consiguió gracias a dos virtudes presentes en el equipo que lo manejó y que imagino que usted, como empresario, conoce y valora en su real dimensión: la entrega y al empeño.

¡Claro! Como es obvio, las ganancias económicas de un teatro jamás se acercarán a las de la madera, por mencionar solo uno de los negocios en los que se dice que usted ha sido tan exitoso. Si pensamos en un mundo en el que todo es plata, ese local de la Avenida Nutibara, jamás le dará lo que sus otros negocios, Don Señor. Pero me imagino que usted sabe que ni todas las ganancias se miden en dinero ni todo se consigue con él. Si así fuera —y se lo digo como médico—, los servicios de cancerología no tendrían pacientes ricos, los hijos de personas adineradas no sufrirían enfermedades catastróficas y ningún poderoso moriría solo en un hospital; sin embargo, la realidad nos demuestra todos los días que sucede justamente lo contrario.

Le cuento, Don Señor. Ese edificio del que usted acaba de tomar posesión guarda mucho más que el valor de sus ladrillos, sus acabados y su lote. Ahí está lo que para miles de personas significa la esencia de la vida: el abrazo, el encuentro, la sonrisa, el disfrute. Claro, no está la cantidad de dinero que usted busca, pero para eso están los otros negocios, ¿no?

Comprar este local no es igual a comprar el local de una sucursal bancaria. Ahí está la diferencia. Lo de allá es dinero, lo de acá es la alegría de un montón de gente. No nos quite eso, Don Señor. Por favor. Usted es padre y posiblemente será abuelo. Cerrar El Teatrico no hará que sus hijos crezcan más cómodos. Permitir que permanezca sí podrá darle, con total seguridad, un motivo para que ellos se enorgullezcan de usted.

Mil gracias, Don Señor.

Carlos Palacio
Vecino del Barrio Laureles
Medellín

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miércoles, febrero 22, 2017

Casi mil años a bordo de catroce versos

Les comparto un intento personal y cortísimo por abordar la historia del soneto, publicado en la bellísima primera edición de la revista Ítaca, de la Facultad de Artes y Humanidades de la Universidad de Caldas.















lunes, enero 16, 2017

Una noticia que me graduó de psicólogo




La secuencia de hechos fue la siguiente. Primero vi la noticia en el diario. No lo podía creer. Luego de leerla pensé: esto tiene que representar un trastorno psicológico o mental. Así que me di a la tarea de buscar el nombre de la condición esa. Lo que no imaginé en un principio es que fuera tan difícil la búsqueda -y en cierta medida tan infructuosa-.

Al día de hoy apenas vislumbro algunos conceptos que se acercan al trastorno, pero no uno que lo defina por completo.

La enfermedad que reflejaba la noticia es esta: se trata de cierto comportamiento humano en el que una persona adhiere a un concepto o defiende una idea desde un lugar que, para la práctica totalidad del mundo, resulta evidentemente contradictorio (no así para el personaje en cuestión).

Va un ejemplo: los neonazis bogotanos.

Quienes así se proclaman obvian consciente o inconscientemente hechos como su color de piel o sus apellidos y defienden, sin encontrar contradicción en ello, la posibilidad de enarbolar las banderas arias desde Guatavita o desde Fúquene.

¿En serio? ¿No es un chiste? Las mismas dos preguntas que todos nos hacemos cuando nos enteramos de los nazis chibchas fueron las que me hice cuando leí la noticia en El Espectador. Y no pude librarme de la idea obsesiva sobre que tenía que representar un trastorno psicológico o mental.

Consulté fuentes respetables y lancé un llamado virtual a mis amigos psicólogos y académicos. Finalmente el Doctor Hernán Toro me dirigió al extenso listado de los sesgos cognitivos: esas perturbaciones de la mente que conducen a interpretaciones faltas de lógica, a juicios inexactos y a distorsiones cognitivas. La lista era larga e incluía más de cincuenta formas para autoengañarnos, para distorsionar nuestro juicio o para vendernos una mentira, todo ello si el engaño nos hace sentir mejor o resulta conveniente a nuestra argumentación.

Inventario en mano, releí la noticia para asegurarme de los detalles y me sumergí en él con la esperanza de encontrar la descripción del trastorno que me obsesionaba; ese mismo que -va otro ejemplo- aqueja a tantos políticos colombianos: quien ayer compró su reelección con puestos, hoy vocifera, sin ruborizarse, contra quien tramita sus proyectos ofreciendo prebendas. Un enroque mental que solo se sostiene desde una negación absoluta de la realidad y desde una opción por el autoengaño.

El resultado de mi pesquisa fue agridulce. Si bien encontré un trastorno cuya definición se dirige sin lugar a dudas a la condición que aparecía en la noticia que había leído, su puntería no era ciento por ciento precisa.

Sesgo de prejuicio de punto ciego. Así se llama la vaina.

El término fue acuñado por  los psicólogos Emily Pronin, Daniel Lin y Lee Ross del Departamento de Psicología de la Universidad de Princeton, y se trata, palabras más, palabras menos, de una condición en la cual uno mismo juzga los prejuicios ajenos, pero no se da cuenta de los prejuicios propios.

La definición encaja perfectamente con la noticia, con los nazis mestizos y con los políticos amnésicos en el hecho de describir al ciego que no quiere ver o al sordo que no quiere oír, pero solo hace referencia a los prejuicios. Así que, apoyado en el hallazgo de los profesores de Princeton y en mi proactiva desvergüenza, he decidido nombrar el trastorno como Sesgo de punto ciego cognitivo, para extender su alcance definitorio más allá de los prejuicios.

Y así lo describiré para las prestigiosas revistas científicas que quieran la primicia (recordando a un personaje de Les Luthiers que fundó Caracas en pleno centro de Caracas) hasta que aparezca quien me dé luz sobre su nombre real -¡tiene que tenerlo!- y trunque mi carrera de advenedizo psicólogo clínico: el sesgo de punto ciego cognitivo consiste en un trastorno de la percepción de la realidad en el cual el paciente adhiere a una idea o defiende un discurso abiertamente contradictorio con sus ideas previas o su condición personal, no siendo consciente de esta contradicción (o siéndolo, pero importándole un soberano pepino).

¡Ah! ¡La noticia!

Apareció el pasado 11 de enero en El Espectador y el titular, referente al pontífice de los católicos, era este: Papacritica "falsas esperanzas" que proponen ídolos o adivinos.

¡Todavía no me repongo!

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Imagen tomada de: http://infocatolica.com/blog/praeclara.php/1503240832-acerca-del-principio-de-no-co

jueves, enero 05, 2017

La deshonestidad intelectual del uribismo antisantisantista




Alessandro Baricco despliega en su ensayo City la revolucionaria tesis de que el concepto de honestidad intelectual es un oxímoron. Sostiene, con su espléndida prosa, que no podemos ser honestos intelectualmente ya que la honestidad y el pensamiento se oponen, y que ello ocurre porque, una vez expresado, el pensamiento pierde contacto real con su origen, se hace ajeno a quien lo emite y puede ser utilizado por otros -como ocurre comúnmente hoy- para matar.

Firmo por completo la postura de Baricco, pero solo en lo referente a la acepción del concepto que se ocupa de la relación de propiedad entre las ideas y quien las expresa. No así para la segunda de las acepciones, la que define la honestidad intelectual como la máxima expresión del juego limpio en el duelo de las ideas, como la búsqueda por liberar de intencionalidades los planteamientos propios, tanto como sea posible, y de someterlos permanentemente al juicio de los conceptos que les sean contrarios.

Ese tipo de honestidad intelectual no solo no es un oxímoron, sino que representa el más alto nivel de honradez en la construcción del pensamiento. Bien lo sabía Karl Popper cuando, planteando sus doce principios para una nueva ética profesional del intelectual, sostenía que la postura autocrítica y la sinceridad se tornan deber.

He vuelto durante las pasadas semanas a Baricco, a Popper, a Dawkins y a varios otros que han puesto sus ojos y sus letras en el tema de la honradez de pensamiento, para intentar comprender -si algo como eso es posible- una gigantesca deshonestidad intelectual omnipresente en Antioquia: la de declararse uribista y a la vez antisantista.

La naturaleza deshonesta de esa postura es elemental: todas las críticas que los detractores suelen enrostrarle al presidente Santos pueden también aplicársele a Álvaro Uribe. Y solo quien sufre la ceguera derivada del fundamentalismo (cuyo prerrequisito es, obviamente, la deshonestidad intelectual) puede negar que es así.

¿Que Santos capituló ante los guerrilleros? Uribe lo hizo ante los paramilitares.
¿Que Santos compró con prebendas al congreso para la aprobación de sus proyectos? Uribe lo hizo para la aprobación de su reelección.
¿Que Santos utiliza la maquinaria del Estado para sus beneficio? El de Uribe utilizó el DAS como una maquinaria de espionaje.
¿Que Benedetti, que Barreras, que Cristo? Que Santoyo, que María del Pilar, que Andrés Felipe Arias.
Y sucede así, de manera inexorable: para cada crítica contra Santos, existe una réplica casi idéntica contra Uribe.

Creo, en lo particular, que el gobierno de Juan Manuel Santos ha sido desastroso. Y creo, como consecuencia de eso, que existe un fundamento intelectual para declararse antisantista.

Creo, incluso, que se puede ser intelectualmente honesto y al mismo tiempo uribista: basta estar convencido -hay muchos que lo están, por muy espeluznante que parezca- de que los métodos del expresidente Uribe son los adecuados para conducir al país.

Lo que no admite discusión es que defender a Uribe y al mismo tiempo atacar a Santos implica sine qua non una decapitación de la autocrítica y una ceguera consciente ante las realidades de los últimos lustros en el país, lo que es igual a decir una absoluta deshonestidad intelectual.

Aunque, pensándolo bien, existe un siguiente nivel de análisis que podría dinamitar mi postura: la deshonestidad de todo tipo (¿y por qué no, entonces, también la intelectual?) es consustancial al uribismo, ergo, ser intelectualmente deshonesto y ser al mismo tiempo uribista implicaría la mayor de las honestidades.

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Imagen tomada de http://www.elnuevosiglo.com.co/articulos/07-2016-santos-y-uribe-divorcio-definitivo

viernes, diciembre 02, 2016

Un bozal (¡al fin!) para la homeopatía




¿Todos los saberes deberían someterse al método científico para ser validados? ¡Por supuesto que no! Solo deben hacerlo -y en esto no existen excepciones- los que pretendan adjudicarse un valor predictivo.

Disciplinas como la filosofía, por ejemplo, sustentan su validez en procesos muy diferentes a aquellos que validan la farmacología o la química. Y la diferencia de los métodos validadores se deriva de la naturaleza misma de las disciplinas que validan: las dos últimas, a diferencia de la filosofía, reclaman para sí un valor predictivo y esa pretensión requiere, sine qua non, el paso por el más sólido tamiz que hasta el día de hoy ha desarrollado la ciencia: el método científico.

La filosofía -pecando de simplistas-, ofrece herramientas para analizar la existencia. La farmacología -siendo exactos- pretende decirte: "si  tomas esto, tendrás estos efectos, en tanto tiempo, los efectos secundarios serán estos y las interacciones con otros medicamentos serán aquellas". Y el papel del método científico en esa última ruta del conocimiento consiste en garantizar, en la medida de lo posible, la inexistencia de sesgos derivados de elementos como la percepción individual o los intereses personales.

Ante la proliferación de terapias, promesas farmacológicas y promociones resucitadoras con las que nos asalta el nuevo siglo, conviene ser enfáticos y rotundos: en el caso de las disciplinas con pretensiones predictivas -la medicina, la farmacología, la genética, la química, entre otras- solo la validación por el método científico conduce a una validación de la práctica. Cualquier otro intento de justificación es contrario a la postura de la aplastante mayoría del cuerpo científico mundial.

 Y así parece haberlo entendido la Comisión Federal de Comercio de los Estados Unidos al ordenar a los fabricantes de medicamentos homeopáticos la inclusión en sus empaques de una advertencia en la cual se aclare que "no hay evidencias científicas de que el producto funcione y las indicaciones alegadas se basan únicamente en teorías de la homeopatía del siglo XVIII que no son aceptadas por la mayoría de los expertos médicos actuales”.

Solo el laboratorio homeopático francés Boiron tuvo ventas por 607 millones de euros en el 2015. Con ese nivel de ganacias puede entenderse perfectamente la inundación publicitaria de productos como su Oscillococcilum: un pretendido antigripal cuyo contenido (remitámonos a su etiqueta) es nada. O, para ser más exactos, nada excepto sacarosa y lactosa (azúcares, en palabras más sencillas).




"A mí me sirvió mucho la homeopatía". Esa es la defensa que más suele escucharse. Y no dudo que a quienes la defienden les haya servido. La pregunta es ¿cuál es la razón por la que les resultó útil? Y la respuesta es sencilla. Por las mismas razones por las que a algunos les resultan útiles la lectura del tarot, la carta astral o el reiky: muchas enfermedades se autolimitan, muchos pacientes solo necesitan un médico que los escuche (¡y en eso, los alternativos han hecho su tarea a las mil maravillas!) y el efecto placebo está más que documentado.

No creo que deba suspenderse el ejercicio de la homeopatía. Pero sí debe informarse a quienes acuden a ella que la práctica homeopática tiene la misma validez científica que la lectura de los caracoles, que los costosos medicamentos homeopáticos no contienen principio activo alguno y que ni una sola de las promesas terapéuticas que ofrece está validada por un soporte científico serio.

Luego de eso, cada cual está en el derecho de gastar su dinero en el juego de azar que desee.


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Imágenes tomadas de: https://goo.gl/m0FsDi y
https://goo.gl/O0Kv9W

martes, noviembre 29, 2016

FIDEL

 

El 5 de agosto de 1994, en La Habana, ocurrieron las protestas que pasaron a la historia con el nombre de El Maleconazo: cientos de manifestantes se lanzaron a la calle en el extremo norte del malecón habanero rompiendo vitrinas y gritando consignas en contra del gobierno.

Yo estaba ahí: no en Cuba, no en La Habana, sino justo en el malecón, frente al vetusto Hotel Deauville. Hacía una semana había llegado a la isla para iniciar mis estudios de música y esa tarde paseaba, desprevenido y acalorado, con mi amiga Natalia Valencia.

Recuerdo de forma vívida algunas escenas de ese episodio.

La primera de ellas, el estupor de Natalia y de muchos de los observadores casuales. La segunda, mi tranquilidad: yo venía de la Colombia incendiada por la guerra contra el narcotráfico y la visión de unos cuantos hombres descamisados y con palos se me hizo más pintoresca que temible.

La tercera se me grabó como un tatuaje. Los policías, también desconcertados, tanto repartían porrazos como llamaban a la calma. Algunos de ellos, rodeados por una multitud más de curiosos que de actores, conducían esposados por la calle Galiano a varios de los protestantes, ciertamente no de forma delicada. Todo un caos tropical de gritos y alharaca que se resolvió de forma casi mágica cuando El Comandante, a bordo de un sencillo campero militar, arribó justo al centro del despelote. De forma instantánea, a la llegada de Fidel, la gente comenzó a gritar vivas y a sacar banderas cubanas a los balcones.

No pude haber tenido un mejor bautizo habanero.

El resto de mis años en Cuba y el resto de mis años, luego del regreso, han servido para elaborar mi único concepto sobre la isla: que no se puede tener un concepto único sobre la isla y sobre lo que allí ocurre.

He visto en Cuba ejemplos de solidaridad profunda, de respeto por el otro y de construcción de una sociedad equitativa, que no he visto en ningún otro lugar del mundo; todos ellos atribuibles -sin asomo de duda- a la ética que sembró la Revolución de Castro y de sus compañeros.

Y he visto, también, arbitrariedades imperdonables (doblemente imperdonables para un gobierno que se autodenomina popular), atropellos a los más elementales derechos de las personas y dolorosas muestras de la obsolescencia de un sistema que llegó a encarnar la más hermosa de las utopías renovadoras.

Tal vez la más imperdonable de las ligerezas a la hora de revisar la figura de Fidel Castro sea la de acogerse a las posturas extremas.

Que los miembros de las familias separadas por el régimen odien a Fidel, se entiende y se respeta. Que aquellos acogidos por Cuba y salvados de la muerte por las persecuciones políticas en sus países lo amen, también se entiende y se respeta. Pero las lecturas pasionales no son necesariamente válidas por el hecho de originarse en motivos válidos.

Al acercarse a un personaje como Fidel Castro, solo se puede considerar seria una lectura que sea ponderada. De lo contrario, cualquier análisis no superará el de las señoras adineradas de Medellín que, al llegar de un viaje de cuatro días a Cuba, se llevan la mano al corazón para denunciar compungidas "tanta pobreza": esa pobreza que los cientos de miles de pobres de su ciudad elegirían sin pensarlo dos veces a cambio de la insultante miseria a la que se ven sometidos a diario -y que a las señoras, obviamente, no las compunge-.

Los comentarios que celebran la muerte del asesino más grande de América o del criminal más rico de Cuba: letricas pasionales. Los panegíricos que exaltan el espíritu del héroe que salvó la dignidad de América: letricas pasionales.

Pretender emitir un juicio sobre Fidel desconociendo los logros de su Revolución, las cuotas de equidad alcanzadas por ella o las cimas de humanismo a las que llegó, es renunciar a la seriedad del análisis. Intentar un retrato del mayor de los Castro pasando por alto sus abusos o sus atropellos es caer en un fango argumental indefendible. Desafortunadamente, para librarse de ambos extremos enfermizos se requiere el ejercicio de un deporte en franco desuso: la lectura profunda -y sobre todo crítica- de la historia.

Tengo mi concepto sobre Fidel. Uno que incluye cuotas de admiración y de repulsión. Uno que, intuyo, continuaré moldeando a la luz de los meses venideros y a partir de las conversaciones -siempre felices- con mis tantos y tan diversos amigos cubanos. Son ellos, al fin de cuentas, los llamados a dar las últimas palabras sobre el tema.

Me queda claro, eso sí, que con la muerte de Fidel Castro ha desaparecido el último vestigio del siglo XX como lo conocimos. Y que el nuevo siglo no pinta mejor que el anterior.

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Imagen tomada de: http://www.pbs.org/program/fidel-castro-tapes/